El sábado 13 de junio amaneció con una intensa lluvia, un fuerte viento y una temperatura muy baja, cercana a los cero grados. Día desapacible, de esos en los que resulta agradable ver desde la ventana, bien calentitos, como se abren las aguas del cielo para bañar la tierra. Pero no había otro día para visitar el lado brasileño de las cataratas de Iguazú, así que nos pusimos nuestras cazadoras, mis hijas tomaron sus chubasqueros comprados el día anterior, yo mi endeble paraguas y bajamos a encontrarnos con Adolfo, que fielmente nos esperaba en la puerta del hotel. Adolfo nos dice que come muy poco y no cena nunca. Se toma su «matecito», al que alude de forma constante para alabar sus virtudes: tranquiliza, tiene vitaminas, favorece la digestión, ayuda al sueño… Lo tiene todo. Además, él pronuncia el español de forma muy dulce y alegre y cuando dice: «yo vuelvo a casa, me relajo, me tomo mi mateciiiiito» se le ve como el hombre más feliz del mundo. Es una persona sencilla y educada y siempre está pendiente de nosotros y de agradarnos.
La mañana anterior el guía de las minas nos ha dicho que un docente gana 220.000 pesos al mes, que son unos 150 dólares, por lo que yo comprendo lo que nos dice Adolfo. Él con los viajes que hemos pactado va a ganar con nosotros 193 dólares en cuatro días, por lo que es natural que nos trate bien. Cuando le intenté pagar ayer, me dijo que mejor cobraría al final. Creo que así se garantiza que vamos a seguir contando con él todos los días. El autobús nos saldría algo más barato. Por ejemplo, ir a Brasil en autobús nos contaría unos 11000 pesos ida y vuelta a cada uno. Como somos tres, serían 33.000 pesos (unos 23 dólares) y nosotros hemos acordado 30 dólares con pago, pero con la ventaja de que nos recogen y nos dejan en el hotel o en el punto de Puerto Iguazú que queramos.
Nos va explicando lo que va a ocurrir en la frontera brasileña (acá siempre dicen todos «brasilera»). Y comienza a dar sus explicaciones en portugués de forma divertida y con una pronunciación brasilera que me parece perfecta. Nos pregunta que si entendemos lo que dice y le decimos que sí. Llegamos a la frontera y los trámites se realizan tal y como él nos dice. Nos sellan el pasaporte, cosa que agradecen mis hijas para tenerlo como recuerdo (al entrar en Argentina no lo hicieron para su desgracia). ¡Ya estamos en Brasil!
Adolfo nos lleva hasta la entrada del parque. Llueve a cántaros y me ofrece un paraguas mejor que el mío y yo se lo acepto. Bajo este paraguas cabemos los tres. La entrada al parque está muy bien organizada. Pagamos la entrada, que vienen a ser unos treinta euros por persona y pasamos dentro. Hay unos autocares de dos plantas que te llevan desde la entrada del parque al sendero de las cataratas. Como llueve tanto, la gente no quiere ir en la planta de arriba pues aunque tiene techo, no tiene ventanas y espera en una cola a que vengan nuevos autobuses. Otras personas, más temerarias o impacientes, se suben a la planta de arriba. Nosotros seguimos a esta otra fila y nos montamos rápidamente en uno. Casi todas las personas son brasileras. Muchos se conocen. Somos los únicos extranjeros. Y se ponen a hablar y reír a gritos. Creo que no he visto a personas aparentemente más alegres y desde luego nunca más ruidosas, que ellos. Como les digo a mis hijas, si todos los brasileños son así, el país es el mejor para personas un poco sordas como yo y una tortura para quien tenga el oído sano. Todos son risotadas y gritos. Les falta solo cantar, bailar y hacer la ola para ser una torcida, una hinchada de fútbol.
Pero a los pocos kilómetros del recorrido, todo se hace silencio como si le hubieran marcado dos o tres goles a Brasil, porque el agua entra en el autocar y un viento frío nos abofetea la cara. Yo opto por refugiarme en las escaleras de salida del autobús, por lo que el viento no me da y animo a mis hijas a hacer lo mismo.
Llegamos por fin, después de unos veinte o veinticinco minutos, a las cataratas. Está todo muy bien organizado y comenzamos el recorrido. Yo agradezco infinitamente el paraguas de Adolfo y comparo lo que hubiera sido llegar acá en autobús, subirse, bajarse de varios autobuses hasta llegar a las cataratas y no contar con el paraguas y saber que Adolfo, nada más que salgamos, estará en la puerta esperándonos. Por solo siete dólares más.
La primera visión de las cataratas es espectacular. Un torrente de agua que parece venir de todas partes, como si Dios hubiera abierto las puertas del Cielo, cae en cascada por mil sitios unos cuarenta o cincuenta metros. Las aguas surgen de entre la selva y podemos ver los tonos verdosos de los árboles que aquí y allá están en los márgenes y en el interior del propio río. El Iguazú es acá un río muy ancho, dividido en diferentes cauces que caen en diferentes cascadas en una especie de anfiteatro de agua de varios cientos de metros. Las aguas vienen marrones, pero al caer rompen en tonos blanquecinos y levantan una espuma neblinosa que oculta a veces las propias cataratas. Como además llueve intensamente, hay agua por todas partes. La vista es impresionante. Nunca he visto un espectáculo de la naturaleza más exuberante que este. De hecho, como les digo a mis hijas, remedando el inicio de La Celestina: «en esto veo la grandeza de Dios» y así es en verdad. Aquí se ve la Creación con mayúsculas. Es imposible que esto pueda deberse al azar. No me olvido tampoco de las escenas de La misión que tanto me emocionan cada vez que las veo.
Hay un sendero hecho con hormigón que transcurre por el borde del acantilado del rio Iguazú, por lo que desde el mismo son visibles las impresionantes cataratas del lado argentino. Ha habido una crecida en el río y cae más agua que nunca. Por eso, en el lado argentino, no se puede visitar la famosa Garganta del Diablo, la catarata más grande y espectacular. Hace mucho viento y a pesar del paraguas nos vamos calando. Mis hijas llevan pantalones están empapadas y zapatillas de deporte porque el chubasquero (el piloto que dicen acá) no sobrepasa las rodillas . Yo voy con botas y por eso al menos los pies los tengo calientes. Han suspendido los paseos en lanchas neumáticas por el río debido al mal tiempo. Una lástima. Sí bajamos a la parte inferior de la famosa Garganta del Diablo por el lado brasilero. El sendero de hormigón que entra ya en el propio río Iguaúzú, tiene sólidas barandillas. La construcción es muy segura y a pesar de la fuerza y caudal de las aguas no hay ninguna sensación de peligro. Intentamos llegar a la parte más cercana a la catarata. Llueve mucho, llegan rociones de las cataratas y hay una neblina acuosa que el fuerte viento no disipa. Nos estamos mojando mucho. Intentamos llegar hasta el final, pero se me rompe el paraguas. Le compraré otro a Adolfo, pienso. Abandono el intento y volvemos al sendero general. Fin del periplo. Ha sido impresionante.
Llegamos a la tienda de recuerdos y tienen ropa y chanclas. Tengo miedo de que mi hija menor se constipe porque está completamente empapada y le compró ropa y unas chanclas (no hay otro calzado) para que no tenga que ir con los pies mojados todo lo que resta de día. La mayor se compra también unas chanclas. Resulta un poco extraño verlas así calzadas en un día tan desapacible, pero así es la vida. Volvemos mojados pero felices. A la salida nos espera Adolfo. Nuestro plan era ir a un restaurante brasilero que nos había recomendado para comer una buena parrillada pero estamos empapados y puede ser desagradable. Mi hija mayor quiere entrar al Parque das Aves y la menor está empapada. Yo acompaño a mi hija. La verdad es que las aves no me atraen mucho y menos en un día como este, pero mi deber y mi amor de padre pueden más y mientras la pequeña se queda con el taxista, que le pone la calefacción a tope, nosotros entramos en el parque. En la entrada ya nos anuncian que el recorrido dura hora y media. ¡Hora y media! ¡Dios mío! Esto sí que va a ser amor de padre…
Entramos por fin y me desdigo de lo dicho. El paraguas, aunque roto, al no haber aquí viento, nos es útil. Las aves siguen sin atraerme mucho, pero lo que me impresiona y encanta es que entramos en mitad de la selva. Un estrecho sendero de hormigón te conduce en mitad de la selva donde hay aves de todo el mundo. Algunas veces te pasan rozando mientras caminas. Las aves están en gigantescas jaulas a las que el sendero único te va conduciendo. Yo me imagino al padre Gabriel de la película, a todos esos misioneros que entraron hace cuatro siglos y se tuvieron que abrir paso, aguantando el miedo a la desorientación, a la desnutrición, a los sonidos de la selva, a las aves y a los yacarés y a los yaguaretés. Es impresionante. Y lo hacían, no por ansia de riquezas y honor (ansias legítimas por supuesto), sino por extender su fe. La entrada al parque ha valido la pena y agradezco a mi hija que insistiera en entrar. Es verdad que aquí a lo mejor no volvemos nunca y esto me lo hubiera perdido.
Adolfo nos está esperando fuera. Mi hija menor ya tiene las ropas secas y nosotros entramos en calor en el coche. Volvemos a la Argentina. Paramos a comprar un paraguas a Adolfo en la misma tienda que él lo compró. Es una tienda muy barata entre ambas aduanas. Tienen de todo, como en un almacén chino, pero en versión reducida y pobre.
Por fin cruzamos al lado argentino. Se nos ha hecho tardísimo y ya no es hora de comer ni todavía de cenar. No podemos ir tampoco así a un restaurante. Mis hijas van en chanclas y con la ropa de recuerdo comprada en Brasil, así que volvemos al hotel a entrar en calor, donde por fin comemos unas simples empanadas.
Ha sido un día inolvidable. Hemos visto la impresionante belleza de la Creación. ¿Es posible que toda esta grandeza natural haya surgido por casualidad? Yo no lo creo.
Y mañana el lado argentino, donde Adolfo nos dice que es posible que estrenemos la nueva plataforma de la Garganta del Diablo, inaugurada ayer por el Gobernador de la Provincia. Seguro que habían mirado la previsión meteorológica y eligieron el día de ayer, cuando no llovía. Parece que mañana no lloverá. Si Dios quiere…