En la última semana surgió la noticia de que algunos medios de comunicación estadounidenses (que no norteamericanos, pues los mexicanos también son norteamericanos) habían escrito que Antonio Banderas era uno de los dos actores “de color” que habían sido nominados para los premios Óscar de Hollywood. En España mucha gente se ha sentido indignada y rápidamente reaccionó en Twitter indicando que Banderas era “blanco y europeo”.
Esta anécdota que le sucede a una persona privilegiada, que es millonaria y que ha vivido muchos años en el propio Hollywood, parece intrascendente; pero encubre algunas lecciones que considero interesantes para nuestro blog.
Lo primero que resulta evidente es el racismo. Y es que, guste más o menos, Estados Unidos es un país donde se establecen diferencias raciales desde su fundación. En todos los viajes que he hecho a este país siempre he tenido que rellenar un cuestionario racial en el que se me pregunta si soy afroamericano, caucásico, hispano, etc. Esa clasificación establece que la raza superior es la caucásica o blanca. Y de hecho, en este país siempre se ha señalado que son los WASP (White, anglosaxon, protestant); es decir, los blancos, anglosajones protestantes quienes detentan el poder, estando todas las razas en un escalón inferior.
¿Y entonces, qué puede tener de bueno que haya racismo? Que haya racismo no es nada bueno, pero creo que la noticia sobre Banderas puede servir a muchos españoles para reflexionar sobre el hecho de que en los Estados Unidos y en muchos países de Europa, nosotros somos considerados una raza inferior. Nos puede gustar más o menos, pero esto es así y además desde hace muchos siglos. Como plantea Roca Barea en su obra Imperiofobia. La leyenda negra, el racismo contra los españoles ya se daba en el siglo XIV, cuando se nos acusaba de tener sangre mezclada con judíos y moros. De hecho, es este argumento el que empleó en el siglo XIX el nacionalismo vasco (Arana) y catalán para evidenciar la superioridad de sus razas sobre la española.
Y es que el racismo puede resultar para algunas personas aceptable, agradable o divertido, hasta que es uno mismo la víctima del mismo, como ha ocurrido ahora. Entonces se manifiesta con toda su crudeza la terrible injusticia de juzgar a una persona por el color de su piel. El racismo es una doctrina falsa e inhumana, que nosotros también sufrimos. Nos debe quedar claro: para muchos estadounidenses y para muchos europeos no hay apenas distinción entre los hermanos mexicanos, argentinos o chilenos y los españoles. O dicho de otra manera, hay distinciones, pero todos nosotros estamos y estaremos siempre por debajo de ellos y nos tratarán con amistosa condescendencia o con evidente animadversión según las circunstancias.
Así que la pregunta para todos los españoles es: ¿somos una raza inferior a los blancos anglosajones, a los franceses o a los alemanes? Obviamente, la respuesta es no. Solo plantearnos esa posibilidad nos haría reír, si no fuera una triste realidad que podemos ver en muchas ocasiones. Por la misma razón, no podemos señalar que ninguna otra raza sea inferior a la nuestra. Y mucho menos cuando de lo que se trata es de humillar a aquellos con quienes compartimos lazos lingüísticos y culturales que, al final, proceden de compartir la misma sangre, pues mientras los anglosajones exterminaron a todos los indios que pudieron, muchos españoles se unieron legal o naturalmente con indios americanos, por lo que el mestizaje es una condición natural de los hispanos.
Ante esta situación, muchos españoles intentan separarse de su tronco americano, como si fuera suciedad pegada al traje y esperan que los blancos puros (los sajones o los arios) les distingan de los hermanos hispanoamericanos. Eso ha hecho que la palabra “spaniard” en inglés haya sido visto como algo positivo por estos españoles, que así se librarían de denominarse a sí mismos como “spanish”. Es una manera de renegar de nuestros orígenes y decirles a los anglosajones: “Yo no soy hispano ni quiero serlo. Hacedme el favor: dejadme ser blanco como vosotros. Ellos, los otros americanos que hablan español, sí que son hispanos, pero yo no. Yo soy europeo.” Este mismo argumento es el que se lanzaba en las redes.
Craso error. Ganaremos más estando orgullosos de formar una inmensa comunidad mestiza de quinientos millones de personas que renegando de nuestro orígenes para intentar ganar un estatuto de “europeo normal” que nunca se nos ha dado y nunca se nos va a dar, como tan bien ha explicado Elvira Roca Barea en sus obras y como es evidente en el trato hacia España de la comunidad europea en cada importante vicisitud histórica, incluida el golpe a la legalidad constitucional perpetrada por el separatismo catalán en los últimos años.
Así que yo, en mi último viaje a Estados Unidos estas navidades, al rellenar mi ficha de ingreso al país, tache con orgullo la casilla correspondiente a “Spanish”, como todos nuestros hermanos,