El 12 de junio era viernes. Día con nubes y claros. Hay una ola de frío que resulta extraña en estas latitudes. Por lo visto, lo normal acá, aunque sea invierno, es rondar los 25º. Sin embargo, estamos a menos de 10º.
Adolfo, nuestro taxista amigable, nos viene a recoger a las 8 al hotel y nos lleva por la ruta 12 hacia las Ruinas de la Misión de san Ignacio, de la que nos separan 244 km. Es un largo viaje que se nos hace corto. La carretera es buena y ancha, con un amplio arcén, aunque de solo dos carriles. El arcen prosigue con una banda de unos cinco metros por sentido de tierra arcillosa, de color rojo. Adolfo nos hace ver que es tierra muy fértil. Frecuentemente la ruta añade un segundo carril por sentido (aquí o acá la llaman «tercera trocha») para adelantar a vehículos más lentos. Gracias a eso podemos alcanzar una buena velocidad media, ya que en la mayoría de la ruta está prohibido adelantar incluso aunque sean rectas con enorme visibilidad y hay muchísimo tráfico de camiones. Como ocurre cuando las normas no tienen sentido, el resultado es que muchos conductores se la saltan. Adolfo también lo hace en ocasiones, pero su conducción es siempre prudente. Es locuaz y todo el rato nos va explicando cosas sobre lo que vamos viendo y preguntándonos si nos gusta lo que vemos. Adolfo me dice que la carretera tiene unos veinte años.
La ruta atraviesa la selva en la que se ha abierto un enorme claro para poder avanzar. No es una selva cerrada, como hemos atisbado en la zona de las cataratas, pero sí un bosque de dimensiones kilométricas (decenas y decenas de kilómetros) en el que se abre un pequeño claro por el que la lengua de asfalto discurre. Rectas interminables. A los lados, hectáreas y hectáreas de terreno propiedad de la misma empresa, Arauco, que es la sociedad más importante de la bolsa chilena y que se dedica a la tala de madera en once países. La riqueza material de este país es infinita. ¿Cuánto pueden valer estos bosques? Se ven muchos camiones con troncos y zonas del bosque que están recién taladas y otras se están repoblando para explotarlas en el futuro. Y yo, irónicamente, me acuerdo de La Araucana, de Alonso de Ercilla. De vez en vez hay poblados en los lados de la carretera. Son como pequeñas aldeítas en las que viven trabajadores o indios guaraníes.
Todo me recuerda a Estados Unidos y México en sus grandes llanuras. La tierra aparece como una superficie plana, casi infinita. Las dimensiones europeas a las que estamos acostumbrados nos provocan una suerte de asombro cuando viajamos a América. Acá todo es grandioso.
Al rato paramos en las minas de Wanda, un enclave que existe por y para el turismo. Es una mina descubierta por casualidad por un alemán hace unos cincuenta años y en las que se extrae basalto, amatistas, cuarzo, topacio, etc. La visita guiada es muy barata (tan solo 5000 pesos) y el guía es muy amable y explica muy bien cómo se forman las piedras y el por qué del color rojo de la tierra en la que la mina se encuentra: la oxidación del terreno. Yo ya las he visto en Marruecos, en el Atlas y así se lo digo a mis hijas. El recorrido es interesante y curiosamente nos va relacionando todas las piedras con sus poderes ocultos. La piedra del amor, la de la amistad, etc. En un momento determinado habla de la guerra que hubo entre Uruguay, Brasil y Argentina. Yo le pregunto por qué fue esa guerra. No me sabe contestar, solo sabe que Argentina ganó afirma con una sonrisa. Yo le pregunto por qué no son Uruguay, Argentina y Paraguay el mismo país. Se queda sorprendido de la pregunta y tampoco me sabe contestar. El recorrido finaliza en lo que llaman en Salón VIP, que es el lugar en el que intentan venderte las joyas más caras y preciosamente engastadas. Aquí también te insisten en sus poderes ocultos. Hay otra sala a la que te conducen (si no compras en la sala VIP como es nuestro caso) en la que venden las piedras en bruto o engastadas en bisutería. Compramos dos piedras de recuerdo a precio módico y nos vamos. A la salida de la mina, los niños indios han colocado piedras en el suelo que hemos de esquivar con el coche. Su objetivo es que nos paremos a comprarles las piedras que ellos venden. Esto me recuerda a Marruecos y al Atlas, donde los niños hacían lo mismo, aunque eran más expeditivos porque ponían piedras enormes que te obligaban a detener el coche para bajarte, momento que ellos aprovechaban para asaltarte entre risas con sus piedras.
Proseguimos el viaje. Los indios guaraníes (se les llama paisanos, según dice Adolfo, para que no se molesten) ponen puestos a los lados de la ruta para vender orquídeas y productos artesanales. Son chamizos muy pobres, algunos sin techo, en los que venden cuatro o cinco plantas o cuelgan dos o tres bolsos. Se observa que viven en la pobreza. Detrás de los chamizos vemos sus poblados. Aún no hemos hablado con un indio.
Ocurre una cosa interesante. De repente vemos niños corriendo por los amplios arcenes en la misma dirección. También hay motos y bicicletas que van volando a algún lugar. Son gentes pobres provenientes de los poblados cercanos. Hay un atasco. Vemos que muchos de los niños vuelven con bolsas enormes cargadas de manzanas. Luego hay familias enteras que caminan con sacos y bolsas de manzanas al hombro. Hay manzanas por todas partes. Los niños tienen esta semana sus vacaciones de invierno. Al rato vemos que ha habido un accidente. Un camión aparece volcado con su cabina ya chamuscada y de su interior caen manzanas y manzanas que los operarios barren. Una multitud las va cargando como puede. La policía tiene cortado un carril (de ahí el atasco) y contempla el espectáculo, que acaba siendo divertido. Está claro lo que ha ocurrido: el camión ha volcado y el boca a boca ha hecho que decenas, centenares de personas hayan recorrido kilómetros para recogerlas y volver cargadísimos y a pie a sus casas. Muchos de ellos son niños. Hay pobreza acá. Es evidente.
Llegamos por fin a las ruinas, que era mi objetivo en el viaje. Antes de entrar comemos en un restaurante pobre, quizá el más pobre de todos, pero que suscita mi interés porque la dueña es de El Salvador y tiene comida salvadoreña. Nunca la he comido. El restaurante es pintoresco. Cuatro mesas diferentes unas de otras y una estufa para darnos calor. Todos los comensales adquirimos ahí pinta de aventureros. La cuenta sale por unos 30000 pesos, que son unos 21 dólares. Tardan en servirnos la comida mucho tiempo y se nos está haciendo tarde, por lo que le digo al único camarero, su hijo, que cuánto más van a tardar porque si no, nos vamos. Nos informa entonces de que han ido a buscar la harina para hacer uno de los platos. Me quedo asombrado y le digo que retire ese plato y que nos traiga lo demás. Sale la cocinera y se disculpa muy avergonzada y nos dice que enseguida salen los platos. Así lo hace. Procedemos. Nunca había comido comida salvadoreña y… no creo que la vuelva a comer. Cocinan sin sal y te ofrecen luego un salero. Me dan una especie de calabaza hervida y rellena de carne picada y queso y un arroz insípido también. En mitad de la comida traen el último plato y nos piden disculpas de nuevo y nos indican que es regalo de la casa. Son personas humildes y buenas, aunque un poco desorganizadas. Les dejamos una buena propina y salimos a las ruinas.
Se supone que hay que pagar una entrada, pero no hay quien la cobre, así que entramos sin que nadie nos lo impida. Cuando llegamos a la misión, nos transportamos a otro mundo. Está todo en ruinas y hay que hacer un esfuerzo para imaginarse cómo debió de ser aquello en los siglos XVI y XVII. Pero es todo, de nuevo, enorme.
La iglesia en ruinas es enorme y de una piedra color arcilla preciosa. Debe de ser esa misma tierra oxidada que hay por todas partes y que el contraste con el verde realza. El claustro es gigantesco, más grande que la plaza Mayor de Madrid. Los corrales, el patio, todo está en ruinas pero da fe del pasado esplendoroso que sus muros vieron. Es un orgullo para un español ver cómo los jesuitas fueron capaces de ir hasta allá y generar tanta belleza y llevar a estos parajes el avance y la civilización. Por supuesto que habría injusticias y crueldades (¿dónde no las hay?), pero ¿acaso un fraile no está más cómodo pidiendo limosna en España que yéndose a jugarse la vida en la travesía y luego en la selva para predicar y organizar una misión como esta? La misión (y también el recuerdo de la película que acá se palpa en todo momento) es una muestra de la valentía, la determinación y la fe de una sociedad grandiosa de la que somos indignos herederos. No hay hoy tantos españoles como aquellos. Es incomprensible que Carlos III los expulsara del Imperio y es obvio que los efectos fueron desastrosos para los indios en toda América, desde California a Tierra del Fuego.
Volvemos al atardecer. Me asaltan pensamientos tristes. Hemos visto la grandeza del Imperio y su ruina. Vemos la riqueza infinita en materias primas y el subdesarrollo. Todo a la vez. Y vemos al volver, otra vez a los indios pobres en las vías. En el camión ya no quedan manzanas. Como dice el profesor argentino Marcelo Gullo en su magnífica obra Madre patria y en sus conferencias: «Somos subdesarrollados porque estamos divididos, no estamos divididos porque seamos subdesarrollados». Oscurece. Llegamos a Puerto Iguazú tarde. Cansados. Quinientos kilómetros. No tenemos ganas de salir. Cenamos unas simples empanadas en el propio hotel. Mañana será otro día.